Hace no mucho tiempo, mientras acompañaba a una veterana ornitóloga británica afincada en Catalunya, por algunos de los parajes del macizo del Garraf donde trabajo, pude experimentar una de aquellas vivencias ornitológicas que dejan huella. La invité a realizar una ruta para observar algunas de las aves más escasas de la zona, y quizás de la provincia. A sus 95 años, Audrey ha estado en todos los continentes y ha observado muchas más especies de las que muchos podemos soñar. Pero el objetivo alado de la jornada era difuso, y eso era lo que le daba emoción a la excursión.
Hicimos un recorrido en el que pudimos observar algunas especies de los matorrales mediterráneos, como currucas cabecinegras y rabilargas, mientras se levantaban delante de nosotros nutridos grupos de fringílidos, bisbitas o cogujadas montesinas en los secos prados de las zonas más altas del macizo. Paramos cerca de una balsa artificial que el rebaño de cabras había utilizado como bebedero y allí, apartados medio centenar de metros, instalamos nuestros telescopios. Con un ambiente que había enmudecido por nuestra presencia nos dispusimos a escudriñar el cielo y la vegetación, disfrutando de las observaciones sencillas, del paisaje sonoro y sintiendo el murmullo de la lejana ciudad.
En unos minutos la normalidad volvió al campo. Mientras comentábamos sobre el vuelo sincrónico del bando de estorninos que nos sobrevolaba, de la función defensiva del grupo compacto frente a las rapaces, que podrían cazar en vuelo a cualquier individuo descolgado, de pronto sucedió delante de nuestros propios ojos. Un estornino perdió el contacto con la masa durante unos pocos segundos, y fue cuando apareció de improviso el gavilán del que habíamos estado hablando instantes antes. La rapaz cogió al tordo sin darle opciones, como sirviéndose en un mercado, entre gritos estridentes de alarma del ave. En unos segundos el gavilán se lanzó entre los matorrales a dar cuenta de su presa a unos cuarenta metros ante nuestros ojos. El espectáculo y la emoción eran indescriptibles.
Sin embargo, la escena se complicó para el gavilán. Durante cinco minutos había podido disfrutar de su almuerzo, cuando sigilosamente hizo acto de presencia un precioso macho de águila perdicera que venía merodeando por todos los recovecos del matorral y las peñas calcáreas dispuesto a encontrarle para arrebatárselo. La perdicera, una de las especies más raras y amenazadas del mediterráneo, hizo todo tipo de piruetas, giros, vuelos cortos, posados imposibles colgado bocabajo de las ramas más finas de un madroño, buscando al gavilán. Todo delante de nosotros, alucinados y emocionados, invisibles. Un espectáculo inesperado e impagable.
La observación de esta secuencia etológica de caza y parasitismo tan completa y compleja resultó doblemente satisfactoria por lo casual e impredecible. La casualidad potencia la intensidad de las sensaciones. El factor sorpresa, al contrario de aquellas experiencias buscadas, alimenta nuestra conexión con aquellos eventos naturales, nos sumerge de lleno en ellos. Existen nuevas corrientes en la práctica de la observación de la naturaleza que abogan por una actividad tranquila, integrada en los ritmos de lo natural, esperando que las cosas sucedan. A veces a uno le puede tocar el premio gordo y experimentar algo inolvidable. Así de impredecible es la naturaleza.
Os invito a ver un video de los mejores lugares para ver aves en Europa y Africa
Rafael González de Lucas